domingo, 11 de noviembre de 2012

El gesto vanguardista de Marcel Duchamp, al exponer un mingitorio como obra de arte, asestó un golpe mortal al anhelo de belleza que la humanidad creía implícito en toda expresión artística. Desacreditada, ridiculizada como ideal burgués o decadente, la belleza se tomó venganza invadiéndolo todo: la moda, la publicidad, el diseño y cada rincón de la vida cotidiana. Como dice Umberto Eco en su reciente "Historia de la belleza", nuestra época se rindió "a la orgía de la tolerancia, al imparable politeísmo de la belleza". ¿Es posible aún hallar un criterio sobre qué es lo bello y lo feo en el arte?

Una historia de la belleza se puede transformar con mucha facilidad en una historia del mundo, sin que ello implique, por supuesto, que ni ese mundo ni esa historia hayan sido especialmente bellos. Más bien significa que a lo largo de épocas, y de muy distinta manera en cada una, la belleza ha sido un propósito persistente y un anhelo profundo. Desde la decoración del hogar, del palacio o del templo hasta el encuentro amoroso entre las personas pasando por el éxtasis ante las maravillas de la naturaleza estuvieron gobernados por un deseo de belleza. Sin olvidar por cierto lo que hoy llamaríamos formas estéticas, las cuales contribuyeron a definir la identidad de cada momento del pasado humano.

Pero en la actualidad la idea de belleza parece haber perdido el venerable, indiscutido arraigo del que gozó durante la mayor parte de la historia. Las vanguardias artísticas del siglo XX pusieron en crisis su vigencia, su carácter homogéneo y reconocible, incluso dejaron de aspirar a ella. La marginaron y la ridiculizaron. Pocas nociones se hallan tan asociadas a nuestra idea convencional del arte como la de belleza; pocas, sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas de nuestra experiencia habitual del arte contemporáneo. ¿Cómo se llegó a este agudo contraste?

Umberto Eco no profundiza en este interrogante central para nuestro tiempo, aunque lo registra. Su historia de la belleza, plasmada en un ?bello? libro suntuosamente ilustrado, es un reflejo de su proverbial capacidad docente: clara, amena, sistemática. Pero el viejo ímpetu intelectual que distinguía al autor de Obra abierta o Diario Mínimo derivó con los años en solvencia profesional y eficacia comunicativa. Nada que reprochar; pero hay algo para echar de menos en esta metamorfosis: la ausencia de un espírtu más inquisitivo que enriquezca el sólido relato de este libro destinado sin duda a complementar la clásica y popular Historia del arte de Gombrich.

Desde los griegos, y durante más de dos milenios, la belleza fue la característica principal de la obra de arte o de lo que se entendiera por tal. Si en Platón el concepto no tenía, primariamente al menos, una carga estética, en la Poética aristotélica ya encontramos una definición apropiada de belleza artística: orden y magnitud eran los requisitos esenciales que debía cumplimentar una obra lograda. En su Metafísica, Aristóteles añadió otro término, el de armonía. Ese legado griego, de ninguna manera originado en Aristóteles, pero potenciado por él, sería una fórmula perdurable en el pensamiento occidental.

Todavía Tomás de Aquino, a cuyo pensamiento estético Eco dedicó en 1956 su primer libro (nunca traducido), define a la belleza en términos similares. Sólo en el siglo XVIII la estética burguesa iniciaría una revisión. Pero ella no estuvo dirigida a discutir los términos de la definición, sino que más bien intentó hallar un lugar para las nuevas pretensiones del sujeto. El arte bello, afirmaría Kant hacia el final de ese siglo, era aquel cuya forma generaba un sentimiento de placer en el observador. No eran por tanto las propiedades objetivas de la obra cuanto sus efectos sobre la sensibilidad individual ?sobre el gusto? lo que caracterizaba a la belleza. Por otra parte, ella no estaba restringida, para Kant, a las obras de arte. También la naturaleza generaba un placer estético análogo.

Hasta el siglo XVIII, entonces, la historia de la belleza presenta muchas ramificaciones si la consideráramos en detalle, tal como hace Eco, pero apenas alguna fase realmente revolucionaria respecto de los parámetros fijados por la antigüedad. Claro que la belleza se adaptó a la poderosa presencia del pensamiento cristiano durante la Edad Media (un avatar complejo que Eco condensó en su Arte y belleza en la estética medieval) por no hablar de las evoluciones a todo nivel del Renacimiento. Pero un cierto trasfondo entre platónico y matemático (la noción de proporción asociada al número, por ejemplo) siguió definiendo a la belleza.

En su último libro, Arthur Danto, una de las principales figuras de la estética actual, intentó indagar la crisis del concepto (y del completo cambio en la vivencia) de la belleza en el arte contemporáneo. El verdadero terremoto, sostiene, tuvo lugar ya al comienzo del siglo XX, con el emblemático mingitorio de Duchamp y las vanguardias plásticas y literarias que allanaron el camino para la introducción de obras difícilmente aceptables siquiera como arte (es decir, sin considerar su valor estético, bueno o malo, sino su mero estatuto) en los 25 siglos que nos preceden. A la muerte del arte anunciada oscuramente por Hegel se sumaba ahora la desintegración de uno de sus componentes básicos: la belleza. La modernidad puede verse, por cierto, como un angustiante funeral colectivo. Todas las grandes y antiguas palabras empezaron a perder su sentido y a prepararse para una larga, interminable agonía. En esta época, de acuerdo con la broma corriente que Eco repite en otro de sus encantadores ensayos, Dios ha muerto, el arte dejó de existir, la historia ha llegado a su fin, y yo mismo no me siento del todo bien.

Es en ese contexto que los trastornos de la belleza confluyen con la crisis de la cultura contemporánea constituyendo uno de sus capítulos más curiosos. Aprovechada, y redefinida, por el diseño industrial o el reclamo comercial, ¿qué relación sigue manteniendo la belleza con el arte? Eco no ignora desde luego la crisis de la belleza ni las provocaciones de los artistas o los escritores. Con vigor y capacidad de síntesis da cuenta tanto de la confusión entre lo culto y lo popular que los medios masivos de comunicación trajeron aparejada como de la dificultad para identificar un ideal específico de belleza en una era como la nuestra que, según las palabras finales de su obra, se halla rendida "a la orgía de la tolerancia, al sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la belleza".

Con todo, Eco no explora a fondo las causas de dicha situación en relación con el arte, y éste no es un asunto marginal. Aunque al comienzo de su relato aclare que una historia de la belleza no debe confundirse con una historia del arte, no puede prescindir de la tradición visual (apenas se habla aquí del otro sentido jerarquizado desde los griegos: el del oído) o literaria. La plástica de Occidente (acaso en fallido desafío a la dictadura de la corrección política, Eco olvida siquiera señalar que su panorama no considera en absoluto a Oriente) aporta la enorme mayoría de las imágenes de su libro, secundada a distancia por piezas arqueológicas, retratos de actores, de edificios o de máquinas. Una selección de citas filosóficas y extractos literarios completan el aporte de fuentes ilustrativas del volumen, escrito por partes iguales con Girolamo de Michele.

La belleza del cuerpo humano resulta por supuesto crucial para una aproximación no específicamente artística (aunque todos los ejemplos previos al final del siglo XIX sean para nosotros artísticos), en especial si recordamos que la hermosura femenina es uno de los temas más remotos y constantes en la tradición occidental desde Homero. Eco consagra abundante espacio a este tópico e incluye un abanico de imágenes que abarca desde estatuas antiquísimas que representan mujeres fellinescas (la por muchos motivos vertiginosa pieza denominada "Venus de Willendorf" data del siglo 30 antes de Cristo) hasta las más recientes y raquíticas chicas de calendario sin olvidar el esquizoide modelo de mujer típico del cine: la femme fatale y la vecina de al lado.

No es sólo que cada época tenga su ideal de belleza, sino que, al mismo tiempo, en cada una conviven muchas tendencias divergentes, incluso sin llegar a los extremos de profusión que distingue a la nuestra, en la que el propio ideal se halla asimismo cuestionado. La empresa en la que se embarcó Eco parecía por eso imposible puesto que debía conjugar un relato en sí mismo complejo y vinculado, además, a problemas mayores como los del bien y la verdad, siempre mezclados con lo bello por la filosofía y la religión. Sin embargo, logró sortear el abismo con sobrios movimientos. Su libro reserva un lugar para la inspiración pitagórica y para los oscuros impulsos hacia lo feo teorizados en el siglo XIX, para el resplandor divino que el catolicismo vio en las imágenes y para la fascinación romántica ante la muerte, la crueldad o el dolor. La armonía de la figura humana y su deformidad, la alegría y la melancolía, la rivalidad entre la jardinería barroca y la neoclásica, un mármol romano y una estación de subte parisina conviven en sus páginas. En esta parafernalia Eco consiguió imprimir un orden elegante y erudito. Que su repaso histórico no haya logrado iluminar direcciones decisivas para el presente cabe atribuirlo al hecho de que la belleza del mundo nunca parece suficiente. Y esto es casi lo único cierto que se puede decir sobre ella a través de los siglos.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Moda

Share

Twitter Delicious Facebook Digg Stumbleupon Favorites